La Iglesia y la America
Alzan los Andes sus enhiestas cimas
mostrando al cielo la virgínea nieve,
mientras desgarran con sus blancas limas
del firmamento la cortina leve;
y cuando el sol de los ardientes climas
un beso en ellas a imprimir se atreve,
cruje la nieve, témplanse sus fríos,
y se deshace destilando ríos.
Tal de la cumbre de la estirpe humana
donde la nieve de ideal blancura
se condensó de nuestra fe cristiana,
donde la Iglesia en solitaria altura,
toma del Cielo la verdad que mana;
forma con ella esa corriente pura
que germen inmortal de vida encierra,
y va corriendo a fecundar la tierra.
Riega primero el viejo continente
que aletargado en el error yacía,
arrastrando en su rápida corriente
el tronco de la vieja idolatría,
y despertando con su voz potente
la majestad humana que dormía.
¡Oh corriente fecunda de la idea
y del amor de Dios, bendita sea!
A su paso los gérmenes palpitan
vistiendo el campo con su verde nuevo;
las flores de la culpa se marchitan,
en las aras del mal se extingue el fuego,
y del Edén los lirios resucitan
al contacto fecundo de su riego
que va a violar en su correr triunfante
la inexplorada soledad de Atlante.
Del «non plus ultra» pasa los umbrales
que el mundo antiguo se trazó impotente,
y al nuevo mundo manda sus caudales
arrebatando de una augusta frente
joyas que ornaban sus diademas reales,
iluminando de Colón la mente.
Fue ella quien equipó las carabelas,
y fue ella el viento que sopló en sus velas.
Conmuévase de gozo un hemisferio,
los ecos de los Andes formen coro
a la vida que surge en el misterio.
Que la Iglesia relegue a su tesoro
el cuadro hermoso del Incaico Imperio
que brilla triste entre su marco de oro,
y el velo que en tinieblas le envolvía
rásguese al paso de la luz del día!
Pues su aurora que tiñe ya la altura
hasta el sol de los Incas ha eclipsado,
rayo de luz, torrente de agua pura
apenas por sus campos ha pasado
desparramando celestial frescura,
que ya entre las malezas del pecado,
sólo al primer albor de la mañana,
brota una Rosa como flor temprana.
Parece que la América, del Cielo
retornar ha querido la largueza
poniendo en esa flor que abrió en su suelo,
de sus cumbres la cándida pureza,
de sus audaces cóndores el vuelo,
de sus selvas la insólita grandeza,
de su clima la plácida dulzura,
y todo en una flor y una hermosura.
¡Oh fuente secular de vida nueva
que así a la pobre humanidad levanta!
¡Oh rayo de verdad que al mundo llega
envuelto en humildad ¡oh Iglesia Santa!
¿Por qué hoy el mundo en su impiedad te niega
con tanto encono y con malicia tanta,
y en esa triste ceguedad no advierte
que el camino que sigue va ‘a la muerte…?
La oleada de esa turba que se agita
en rugientes, siniestras convulsiones,
y cual en torno del Pretorio grita,
olvida que tan sólo bendiciones
recibió de tus manos que hoy se incita
a clavar en la Cruz con dos ladrones.
Pero ante ese furor que se desata,
al menos la mujer no te es ingrata.
A través de los siglos y los mares,
desde Jerusalén y Galilea,
defendiendo el honor de tus altares,
al pié de tu estandarte en la pelea,
ella llora contigo en tus pesares,
ella conserva incólume tu idea
que con su débil corazón escuda,
y ante la faz del mundo te saluda.